Conmemoración del Día de la Etnia Negra en Panamá

Buscando mis raíces: «La Raza»

Tú no eres un cuerpo miserable y efímero…
Detrás de tu máscara de tierra que se esteriliza,
vela el rostro milenario de los siglos.
Tu cuerpo visible son los hombres, las mujeres y los niños de tu raza.
Tú eres una hoja en el gran árbol de tu raza.
Siente la tierra subir de las raíces y deslizarse entre las ramas y el follaje.
La angustia está en ti. Alguien lucha por desprenderse de tu carne.
En tus riñones, en tu cerebro, una semilla busca abandonarte para encontrar la libertad.

Nikos Katzanzakis, Accesis.

Buenas noches a todos.

Gracias a Marta por invitarme hoy, para compartir las ventanas hacia mi mundo interior y a mis reflexiones en pincel y óleo. En la víspera del centenario, y frente a la panorámica del genoma panameño, rindo tributo a la etnia, a la raza que hay en mí, a la cultura que se respira y que se entremezcla con todas las tradiciones de este país y de este continente, donde se encontraron dos razas primigenias y un extranjero.

De ese encuentro surgió un hombre nuevo. En ese encuentro tres tradiciones perdieron y ganaron… nosotros somos el fruto… La raza, pródiga, fructífera, es Mujer: de su seno se nace, crece amplia y frondosa, fuerte cual tronco de árbol milenario. Se propaga en todas direcciones, se arraiga, se fortalece.

En estas paredes, entre instalaciones, verso y pintura, comparto con ustedes mi visión, la búsqueda del tronco milenario, mi percepción y tributo al hombre trihíbrido que se refleja en mi rostro, en mi voz y en mi descendencia. En estas paredes está el resultado de mi propia travesía de más de 30 años en la búsqueda de mis raíces, tránsfugas de las Antillas Francesas, de Cartagena, de San Andrés, de Santiago de Cuba, de David, de Viento Frío.

En estas pinturas, rindo tributo al orgullo de ser negra, de ser una descendiente, como muchos en este continente, de una raza que ha marcado la cultura de este lado del mundo y que ha pautado la creación, el pensamiento, la voluntad, la política y la visión de todo el mundo. Esta raza que es tan antigua que aparece en el viejo testamento, compone la diáspora más grande de la historia, junto con la judía y la china. Y hoy, en este mundo globalizado, donde las tradiciones y costumbres se han mezclado para constituir una cultura consumista universal, la mezcla de razas y de etnias ha provocado un trascender de fronteras, de nacionalidades, de idiomas y va en pos del hombre universal.

La negritud tal como yo la siento, es una identidad no es un marbete, ni una etiqueta, ni un modo de hablar un dialecto, ni la descendencia en un idioma, ni una migración. La negritud es una herencia que surgió de la selva de entre sacerdotes y artesanos y que navegó maltratada hasta otra selva y se fundió con indios, unos huraños y otros muy preclaros, con españoles y mestizos venidos en las panzas de los barcos negreros.

La negritud es un arcoiris, que se manifiesta en la prognatez del cráneo, en la voluminosidad de las caderas, en la turgidez de las nalgas y los músculos firmes, en los mil matices de la piel de bronce que produce desde el rubio de ojos claros hasta el negro azulado. La negritud está en los labios carnosos, en los ojos almendrados, en los párpados abultados, en la marca del músculo triginio en la mejilla del afrodescendiente, en la maravillosa dentadura de marfil, que es la envidia de otras etnias. La negritud está en ese mapa musical que partió de Marruecos, cuna del flamenco y que se mezcló con el gemido del tambor senufo hasta la caja sonora del tamborito, el bundé, el bullarengue y el congo, en el berimbau bahiano y en el batá boricua y dominicano.

La negritud está en el grito del gospel, en la sensualidad del blues, en la melancolía del fado y el bolero, en la saloma que rompe el silencio del monte en la madrugada, en la cantadera de la tuna y el pregón del bundé.

La negritud está en la primera feria de negros de Williamsburg, Virginia, en Veracruz, en Belice, en Limón y Punta Arenas, en Old Bank y Careenen Key, en Pedasí, Mariabé, en la Isla San Miguel, hasta Bahía y Natal en Brasil, punto de reunión de toda la negritud vertida en ritmos universales. Está en la guitarra flamenca que nace de sones negros orientales hasta la bocona del que canta décima, en el tres, en el cuatro, el requinto, el banjo y el ukelele.

La negritud tiene una genealogía que le da voz a Maya Angelou, a Seamus Heaney, a Earl Newland, a Ephraim Alphonse, a Carlos «Cubena» Wilson y a Gaspar Octavio Hernández.

La negritud está en el común denominador de todos los creóles con sustrato de yoruba, ewe, fon y lucumí que se hablan en América desde Ebonics, papiamento, patuá, guari-guari, negerhollands a la revesina del Congo en Colón.

Ser negro es tener un común denominador con Halle Berry y Jeniffer López, con Naomi Campbell y Nelda Sánchez, con Derek Jeter y Mariano Rivera, con Bob Marley, JaRule y Lord Panamá, con Rubén Blades y La India, con Cristina Aguilera y el General, con Thelonious Monk y Danilo Pérez, con Mauricio Smith y Dave Valentín, con Samy y Sandra y Los Beachers.

La negritud es toda una gama de valores, tradiciones, costumbres y legados; es un clamor, es una voz que tiene muchos timbres, ritmos y colores, muchos tonos de tez y texturas de cabello, apellidos en muchos idiomas, que se manifiesta en el modo de ser, de pensar, de caminar, de vestir, en la pura idiosincrasia del panameño.

Después de caminar por la educación y la investigación por muchos años, he hecho un alto para dedicarme a mi otra pasión, la pintura un medio para comunicarme y compartir con otros.

Eso he venido a hacer esta noche: a compartir con ustedes mi orgullo de mi negritud, que espero encuentre eco en la vuestra, que es la misma porque es solamente una.

Gracias.

Nilsa Justavino de López
25 de mayo de 2003